Decía Julien Gracq que a cada lector le parece que el horizonte de los escritores vivos a los que puede leer es una planicie en la que solo destacan los colores llamativos y violentos, y que se necesitan años para descubrir que no es así, que sí hay relieves, primeros y segundos planos. En este sentido, Ishiguro empezó como un autor discretamente llamativo. Fue incluido generacionalmente en el grupo de novelistas ingleses destacados por la revista Granta en la década de 1980, entre otros de la misma época: Martin Amis, Graham Swift, Jeanette Winterson, Julian Barnes, Hanif Kureishi o Salman Rushdie.
Ishiguro está más próximo a Rushdie, por ser autores nacidos fuera de Europa pero que terminaron migrando a Inglaterra y escribiendo en inglés. Por el trabajo de su padre, Ishiguro llegó a Inglaterra de niño. Cuando se lo ha querido vincular a la tradición japonesa, él mismo se ha encargado en señalar que le debe más a Jane Austen o Charles Dickens.
Pero más que este aspecto de origen y generaciones, Ishiguro ha hecho una carrera diferente a las de sus contemporáneos. Nunca ha estado en el centro de ninguna polémica literaria o política, a diferencia de Amis o Rushdie. En vez de crecer en ventas, sus libros fueron reduciendo el espectro de lectores masivos. Sus dos primeras novelas son obras de una mesura y claridad deslumbrantes, tanto así que su tercera novela, Los restos del día, bajo la dirección de James Ivory, se convirtió en una película de éxito. Que este director haya seleccionado su novela es un indicio de lo que fue Ishiguro en sus inicios. Ivory había filmado hasta entonces películas basadas en novelas de alta calidad literaria, de factura realista y de gran legibilidad, de escritores como Henry James o E. M. Forster. Algo debió removerse en Ishiguro con lo ocurrido con Los restos del día, que había obtenido el mismo año de su publicación, 1989, el mayor premio de Inglaterra para una novela, el Booker Prize. Más allá del éxito comercial, es una novela lograda, tanto por la historia que cuenta como por una orfebrería verbal. Ishiguro tiene una capacidad estilística para el desarrollo de retrospecciones sumamente elaboradas, a la manera de nidos laberínticos, manteniendo siempre una amable legibilidad que disimula a la perfección toda su orfebrería.
Como dije, algo debió removerse en él. Declaró que su siguiente novela difícilmente podría llevarse al cine, como si con eso quisiera sabotear el éxito que había alcanzado. Tardó seis años en publicar Los inconsolables. Con ella se empieza a resquebrajar su reconocido talento mimético por la novela realista, como si su mundo referencial, volcado al Japón en sus dos primeras novelas, y a Inglaterra, en la mencionada Los restos del día, se hubiera desplazado a regiones menos previsibles donde podría moverse con una mayor libertad frente a las expectativas miméticas de una geografía tópica. Desde Los inconsolables se abrió una puerta para una exploración tan inquietante como sorprendente.
Esta exploración no consiste en una modificación del estilo de su prosa, empezando porque mantiene el uso de un narrador en primera persona. En una presentación en Barcelona le pregunté por la razón de usar estrictamente el narrador en primera, y su respuesta fue que le permite dar saltos en el tiempo sin necesidad de tantas transiciones como con el narrador en tercera. Es cierto: la mente individual tiene una libertad arbitraria para cambiar de tema por mera asociación. Años después, sin embargo, en El gigante enterrado, Ishiguro ha empezado a utilizar un narrador en primera persona cuya voz se desfigura de manera perturbadora, no habitual, como si optara por desvanecerse.
Ishiguro mantiene siempre una prosa cristalina, pero tan cristalina como la de un puente traslúcido y frágil sobre un mar de tiburones hambrientos, y del que todavía falta mucho por recorrer para llegar a la otra orilla. Esto no se identifica a primera vista. Ishiguro no grita, no hace aspavientos, no tiene una pretensión fácil por querer llamar la atención con colores estrepitosos en esa planicie contemporánea de la que hablaba Gracq. Incluso su ritmo de publicación se ha dilatado. El gigante enterrado, su última novela, fue publicada en 2015, diez años después de Nunca me abandones (2005), y esta cinco años después de la anterior, Cuando fuimos huérfanos (2000). No es un autor que haga concesiones. Y no debería pasarse por alto que desde el Premio Booker en 1989 no ha vuelto a obtener ningún otro durante los últimos veintiocho años, si es que dejamos a un lado que en 1998 fuera nombrado en Francia Caballero de la Orden de las Artes y las Letras. El salto mortal lo constituye este premio Nobel. Admirador de la música, a Ishiguro uno podría tentar de considerarlo el George Harrison de los Beatles, alguien al borde del mainstream ligeramente resignado a las luces de la fama, pero que cuando se apaguen dejarán ver cómo brillaba su luz propia.
Esta parquedad y contención es una cuestión de temperamento, por supuesto, pero también se debe a que Ishiguro se plantea interrogantes en sus novelas. Una de estas interrogantes recurrentes tiene que ver con la manera en la que opera la memoria individual, el sentido de la culpa y los rasgos de la soledad contemporánea. Ese espectro emocional pone en evidencia la problemática incomprensión humana de los movimientos históricos que sobrepasa el itinerario personal de un individuo. Eso se evidenció en el dilema moral de Stevens, el mayordomo protagonista de Los restos del día, por haber servido a un Lord inglés que colaboraba con los nazis. Pero ya estaba esa misma preocupación en el sentido de culpa de la narradora de Pálida luz en las colinas por el suicidio de su hija, como en Un artista del mundo flotante, con la preocupación del pintor Masuji Ono por haber abandonado el mundo de los artistas bohemios para vender su arte a la propaganda nacionalista de su época antes de la derrota de Japón en la Segunda Guerra Mundial. En Cuando fuimos huérfanos se produce una investigación del narrador, un prestigioso detective inglés, por la desaparición de su madre que lo lleva de Londres a Shanghái, y una vez en Shanghái todo se descuaja en un laberinto surrealista donde la razón humana se resquebraja. Resquebrajamiento de la razón que no solo produce monstruos sino una devastadora melancolía. Y melancolía en grado extremo es la que se da en Nunca me abandones, la penúltima novela de Ishiguro, en la que la historia se encuentra en un plano paralelo a los humanos en un mundo distópico que no está ubicado en el futuro, sino en el nuestro y hace mucho tiempo. El plano individual se vuelve colectivo en El gigante enterrado. El viaje de Axl y Beatrice para buscar a su hijo, del que no recuerdan el motivo de su marcha, los lleva por un paisaje colectivo donde cunde la desmemoria y la desolación, además de figuras míticas de tiempos de dragones que están plagadas de alusiones a la literatura artúrica, solo que este mundo de dragones está en extinción y queda uno, además, que está dormido. Probablemente se trate de la novela más críptica de Ishiguro. Incluso es discutible en términos narrativos: el narrador en primera persona con el que empieza la novela desaparece por completo y parece cumplir un papel de narrador omnisciente, pero luego se descubre que no es así, que está implicado de una manera más inquietante de la que se pudo haber supuesto. Nuevamente, Ishiguro nos da una apariencia tranquilizadora y, de pronto, vemos saltar los tiburones al puente de sus páginas.
Algo de Tolstói hay en su visión global de la sociedad humana, en el sentido de una búsqueda de la verdad que se prevé inalcanzable pero no se ceja en el intento de comprenderla. La claridad verbal de sus novelas no debe engañar: no solo le interesa contar una historia, sino que tiene preocupaciones éticas de largo alcance y una profunda exploración formal, con una concisión estilística por la que revela que la novela es una forma mayor del arte poético. Lampedusa decía de Jane Austen que en su aparente simpleza, uno debía leer con suma atención y no permitirse el menor descuido, ni siquiera pestañear. También decía Lampedusa que de ciertos autores de épocas pasadas no había que confiarse, porque debajo de sus puntillosos sombreros de copa, escondían bombas. Ishiguro puede dar la impresión de que en sus novelas no ocurre nada. No es así. De hecho, hay muy pocos autores como él que han logrado perfilar un universo tan variado de temas y enfoques con un número de obras mucho menor a la de otros autores más prolíficos. Y concita la atención de lectores más bien ubicados en la vanguardia, como Haruki Murakami o César Aira, quizá porque ellos han percibido que en los movimientos de Ishiguro se producen mayores revulsivos. El mismo Murakami, a quien se lo ha querido contraponer a Ishiguro a raíz de la concesión del Nobel de Literatura, escribió que cada vez que salía una novela nueva de Ishiguro salía corriendo a comprarla.
Inasible, escurridizo, alejado de las modas y ruidos de nuestro tiempo, parece escucharlos mejor, en una perspectiva tan sutil como inesperada. Quizá la Academia Sueca ha premiado al mayor novelista de su generación, que se lo tomará, como siempre, con su proverbial calma, aunque debajo todo siga temblando.